Hay un cuadro de una pintora Entrerriana, el cual,
como todo buena expresión artística, dice más de lo que muestra. Muchas veces, la captación
estética es solo una parte de la obra, y el tono sentimental o abstracto, digamos,
se lo debemos a la interpretación de otros condimentos que matizan la obra; que
la llevan a exaltarse, a sublimarse, a conmover. La autora es Carmen Hernández,
y lo creó así:
Ella paseaba distraída por el monte cuando de pronto vio la imagen de un voraz y famélico gato cimarrón que espera agazapado, estático, sobre la rama de un gran algarrobo. La quietud del animal era tal que permanecía inmutable ante ruido o presencia alguna. A unos pocos centímetros, se encontraba el nido de un pájaro y sus pichones que el felino estaba acechando para alimentarse. Y un poco más allá, un camachuí calmo y sosegado, cuyo pequeño zumbido daba la musicalidad al momento. Y que a su vez, producían la turbación, la espera, e indecisión del gato, ya que el menor exabrupto haría estallar el avispero. Cada uno de estos tres actores, sobre los gajos del árbol, parecen esperar un momento presido, decisivo. O solo efectúan su usual reposo. O no, tal vez, conscientes de que una artista los observa pronta a retratarlos, procuran una dócil impostura. La naturaleza es sabia e indescifrable, podrá alguien decir.
Ella paseaba distraída por el monte cuando de pronto vio la imagen de un voraz y famélico gato cimarrón que espera agazapado, estático, sobre la rama de un gran algarrobo. La quietud del animal era tal que permanecía inmutable ante ruido o presencia alguna. A unos pocos centímetros, se encontraba el nido de un pájaro y sus pichones que el felino estaba acechando para alimentarse. Y un poco más allá, un camachuí calmo y sosegado, cuyo pequeño zumbido daba la musicalidad al momento. Y que a su vez, producían la turbación, la espera, e indecisión del gato, ya que el menor exabrupto haría estallar el avispero. Cada uno de estos tres actores, sobre los gajos del árbol, parecen esperar un momento presido, decisivo. O solo efectúan su usual reposo. O no, tal vez, conscientes de que una artista los observa pronta a retratarlos, procuran una dócil impostura. La naturaleza es sabia e indescifrable, podrá alguien decir.
Engorda la imagen una gran palma caranday que parece estar sosteniendo circularmente todo el robusto árbol. Su virilidad y corpulencia mantiene cada rama de una posible declinación, lo conservan erecto; vital,
turgente. La naturaleza y su belleza inaprensible, podrá alguien decir.
Remata la escena paisajista las hojas y frutos caídos que, secos y abundantes, denotan entre muchas otras cosas; una etapa del año, decrepitud,
exuberancia, la persistente finitud. La última parte, y la menos perceptible, es
el autorretrato de la autora (habitual en sus obras) representada en el tronco
del árbol. Mientras observa la situación; sus manos las raíces, su cuerpo en la tierra,
su mente las ramas.
La pintura muestra atisbos mixturados de impresionismo
y escuela de Barbizón. Pero más allá de estas aparentes similitudes que no son el tema en cuestión, lo que es sugestivo en ella es la forma que expresa el
miedo; ese sentimiento que todos tenemos ante el dolor o la muerte. La angustia,
la parálisis que no nos permite concretar nuestras ansias. Pero a pesar de
esto, existe una tenacidad, una persistencia que impide alejarse del todo, de huir.
Nos mantiene fijos ahí, expectantes, obstinados. ¿Esa prudencia que nos inocula
el miedo tiene su final con el tiempo?
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