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Navidad


Justo cuando me siento a la mesa, a comer el veinticuatro, veo el tenedor a la derecha y el cuchillo a la izquierda del plato. Esa ubicación errónea que de inmediato notamos y que hace casi imposible el cometido de la cena si uno es diestro. Los tomo como están y mientras juego con ellos pienso en mil sinsabores. Pero claro, es víspera de navidad y hay que pensar en ella. Lo hago, me pregunto algo poco clásico: su porqué. De ahí que pienso en Nueva York, la ciudad que fue la capital simbólica del siglo XX y -tal vez, lo es todavía- la polis de la hegemonía mundial. Y que un lugar así se gana esa catalogación si es posible que, entre otras cosas, su literatura transforme la vida de tantos. Pienso que por esos lares y sentado como yo en alguna mesa de madera, hace no más de doscientos años, con su lápiz y papel, W. Irving y L. Frank Baum creaban e inventaban. Temporalmente separados por una generación compartían la profesión de escribir, y así estos conciudadanos construían con su literatura la navidad moderna, llevándola del viejo rito religioso europeo a la actual celebración polar. La innovaron para que nosotros hoy continuemos la liturgia. Pienso lo poderoso y trascendente de los textos, que en ellos no sólo van las palabras, sino también ocultos; los avatares de la sociedad, sus debilidades y potenciales, la magia que los implica y los convierte en actos cuasi sacros. En el mundo occidental nos abrazamos y reunimos inundados de las fantasías literarias de esos neoyorquinos, de su genial imaginación. Pero también de la intromisión empresarial. Somos, sabiéndolo o no, consumidores de los productos de quienes detentan la preeminencia cultural masiva. Así de extraño voy pensando; hasta que sirven el asado, cambio el lado de los cubiertos y ya me empiezo a emocionar por los regalos.             

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