Mientras Gustav mece el columpio con ímpetu y alegría para júbilo de su amada, esta lo disfruta contenta y animada. Pero mientras ella se regocija con apariencia impertérrita por la situación: hay algo más. No sólo la emoción del movimiento estridente la excita, también la ocultación de un secreto, un pequeño secreto pasional que produce una adrenalina mayor. La agreste escena muestra el contraste del vértigo de lo mundano y el disimulo de lo prohibido. La pasión es ese estado posible de exaltación que nos alimenta el cuerpo. Marlene con su vestido crema experimenta pasionalmente el momento. Entre lo lúdico y lo sorpresivo, el momento se vivifica al mecerse pero, también, por el observador oculto; Patrick, quien desprovisto de toda vergüenza le hace notar su mirada opulenta entre ramales para que ella goce. Marlene enterada, procede a jugar con Patrick, saludando discreta y flameando su vestido; deja caer su zapato a la vista y sapiencia del observante indecente, y ante el descuido de su inadvertido novio Gustav. Ninguno de los tres es inocente. La vida ni las pasiones lo son. Pero tampoco son innobles. La pasión doble de Marlene (de lo tradicional y lo vedado), la pasión de lo indebido de Patrick y la pasión de Gustav con su complacencia egocéntrica; muestran los laberintos de la conciencia.
Las esculturas angelicales cierran el cuadro Rococó. Ya que conceden cierta validez e imponen que el orden humano pasional es inherente a todos; ellos, ahí, lo representan y aprueban. La pasión nos ayuda a vivir, pero nuestra vida la intenta destruir con su ordenamiento cotidiano. Gustav, Marlene y Patrick son, también complacientes recíprocos. Pues, viven la pasión como más les satisface; cada uno de ellos gracias a la venia inconfesable de los otros dos.
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