En la vorágine estridente de su definición
artística, Marion Lipov, encontró abreviadamente la manera de conducirse con un
lenguaje artificial. Pareciera, a priori, otra faceta de la aplicación de lo
falaz y la consecuente perturbación del habla y el engaño, pero trasmuta en
ella el apercibimiento de una realidad inalcanzable que nos mantiene al vilo.
Su obra, invariablemente, se basa en una sola premisa y sus múltiples
derivaciones: la mentira. Lipov es dueña de una sutil forma de captación de una
posverdad expresada como forma del desatino y el absoluto.
La primera obra que vi de la genial dramatu rga
Serbia fue “Escondidas” en un pequeño teatrillo de Buenos Aires, hace ya un
tiempo. Aquella ocasión me dejó perplejo y con el sabor a poco, producto de mi
propia confusión y extrañamiento. La escena teatral, de solo tres personajes que
protagonizaban cuatro actores, consistía en provocar la intriga y la dureza
impostada del espectador.
No fue hasta que tuve la suerte de volverme a
encontrar con su trabajo, esta vez, en la ciudad de Rosario. Recién allí, note
la perspectiva Lipoviana o, al menos, creí hacerlo. Ayudo, sin dudas, tener
presente su trabajo anterior. La conexión entre ambas es difícil de percibir
pero hay algo que las une, tal vez la misma Marion; su visión artística. Sabrá el
tiempo si el hilo que las liga es real o una ficción netamente mía.
Con el teatro lleno, me presté a observar “Las máscaras”
de Lipov. La puesta cuenta, también, con cuatro actores y tres personajes, en
ella se despliegan: el sarcasmo, la osadía y la negligencia en clave teatral y retórica.
Lo falso está en todos nosotros. Las apariencias no engañan, son parte de una
misma irrealidad. Mentir no es un acto cotidiano, es el único posible. Es el motor
de lo antisubversivo, la apatía y el modo conservador de la vida. Lo insano. Lo
perpetuo.
Marion Lipov trastoca las máscaras y sus
actores no actúan; mienten. Hasta en el final de la última escena, incluso los postrimeros
aplausos son parte de la falacia creada para dejar notar el artefacto de la parafernalia
lingüística. “Me siento, una vez más, yermo y usado”, me dijo el pibe que
estaba en el asiento contiguo, mientras nos íbamos.
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