Cuando desde la multitud insultante surgió la
voluminosa y espesa saliva de esa mujer caucásica y anónima que rozó el zapatito blanco de la pequeña Ruby, ella, la sintió pesada como si fuera descalza. Era
como ácida y le carcomía la piel hasta el dolor. Esto se repetía en sueños posteriores que, algunas veces ya de grande, solía tener. Era siempre el mismo sueño. Un sueño
desencajado y atroz donde la constante era siempre la misma: la incomprensión. Norman
Rockwell, en su obra, no se animó a tanto. Hasta para él era obsceno replicar
esa imagen. Decidió entonces remplazarla por algo más trivial. Cambió el
escupitajo por una simple verdura en clara alusión a ese agravio atroz. Sobre
todo si se hace con tanta vehemencia que al dar sobre el muro estalla en un
potente rojo tomate, se vuelve aún más verosímil. La patrulla federal la escolta con brazaletes amarillos; tratando de reflejar así una ley que se sostiene solo por su carácter coercitivo. Protegían de las ultrajantes babas o de los
condenatorios verdurazos a una pequeña cuya arma mortal amenazante era su cuaderno de
elementary que llevaba en la mano. La
niña Ruby, de ocho años, estuvo sola en clases todo el año junto a su maestra, Bárbara,
quien no se negó a ella y fue un ejemplo de educador. Ante el odio y el rechazo, trazaron juntas, otra vía posible.
La segregación racial y la intolerancia no son cadáveres que se enterraron en
esos años sesenta. Todavía existen bocas que siguen lanzando salivas como la
que, indecentemente, tiñó el pie de esa niña en Louisiana. Y que en un día de
profunda depresión y crisis existencial el loco de Norman Rockwell plasmó cuatro
años después, sabiendo que aún no se resolvía nada de todo aquello.
Hay un cuadro de una pintora Entrerriana, el cual, como todo buena expresión artística, dice más de lo que muestra. Muchas veces, la captación estética es solo una parte de la obra, y el tono sentimental o abstracto, digamos, se lo debemos a la interpretación de otros condimentos que matizan la obra; que la llevan a exaltarse, a sublimarse, a conmover. La autora es Carmen Hernández, y lo creó así: Ella paseaba distraída por el monte cuando de pronto vio la imagen de un voraz y famélico gato cimarrón que espera agazapado, estático, sobre la rama de un gran algarrobo. La quietud del animal era tal que permanecía inmutable ante ruido o presencia alguna. A unos pocos centímetros, se encontraba el nido de un pájaro y sus pichones que el felino estaba acechando para alimentarse. Y un poco más allá, un camachuí calmo y sosegado, cuyo pequeño zumbido daba la musicalidad al momento. Y que a su vez, producían la turbación, la espera, e indecisión del gato, ya que el menor exabrupto h...
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