Siguiendo a Camus, en su Sísifo,
en algún momento siempre debemos elegir. Elegir entre sumisión o
desobediencia. Y cuando esto es frente a una decisión o voluntad divina, esa decisión
se nos torna mortal o definitiva. Hay en ello una expresión clara de las formas
de dominación ante la absoluta libertad. Pero en esta oportunidad, para el Rey mitológico griego, el castigo termina siendo una
dicha; la dicha del hombre en conciencia, de lo absurdo en alegría silenciosa, de
la felicidad de la negación de los dioses. El mover una y otra vez la roca en
conocimiento de su destino, en plenitud de saberse puramente humano, desestimando
lo divino, Sísifo, es el hombre emancipado que elige las bondades de la tierra
ante todo en este mundo irracional.
En algún punto, siguiendo otra alegoría,
el ser humano también podría ser la roca. Una roca maquinal. Autómata. Una roca
que de no ser por quien la eleva hacia la cumbre, con su esfuerzo manual, estaría
perpetuamente inmóvil, o peor aún móvil; subiría y bajaría incesante. Sola, sin impulso y sin llegar
a un cometido jamás.
Vamos a decir que: en una
ocasión el castigado, en plena conciencia, hizo el amague pero no realizó su
trabajo cotidiano. sino que solo se limitó a observar la piedra. ¡Y vaya sorpresa! La roca empezó a
escalar esa cumbre ella misma, sin otra fuerza más que su propia voluntad; la
de constante repetitividad. Al llegar al lugar tope, en el que siempre rodaba
hacia el piso para comenzar eternamente de nuevo, exactamente en ese momento; la
roca cayó. Al ver esto, el Rey de Éfira, agradeció el haber elegido el agua a los
rayos celestes. Una vez más.
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