Ir al contenido principal

La bendición del agua a los rayos celestes



Siguiendo a Camus, en su Sísifo, en algún momento siempre debemos elegir. Elegir entre sumisión o desobediencia. Y cuando esto es frente a una decisión o voluntad divina, esa decisión se nos torna mortal o definitiva. Hay en ello una expresión clara de las formas de dominación ante la absoluta libertad. Pero en esta oportunidad, para el Rey mitológico griego, el castigo termina siendo una dicha; la dicha del hombre en conciencia, de lo absurdo en alegría silenciosa, de la felicidad de la negación de los dioses. El mover una y otra vez la roca en conocimiento de su destino, en plenitud de saberse puramente humano, desestimando lo divino, Sísifo, es el hombre emancipado que elige las bondades de la tierra ante todo en este mundo irracional.
En algún punto, siguiendo otra alegoría, el ser humano también podría ser la roca. Una roca maquinal. Autómata. Una roca que de no ser por quien la eleva hacia la cumbre, con su esfuerzo manual, estaría perpetuamente inmóvil, o peor aún móvil; subiría y bajaría incesante. Sola, sin impulso y sin llegar a un cometido jamás.
Digamos que: en una ocasión el castigado, en plena conciencia, hizo el amague pero no realizó su trabajo cotidiano. Se limitó a observar. ¡Y vaya sorpresa! La roca empezó a escalar esa cumbre ella misma, sin otra fuerza más que su propia voluntad; la de constante repetitividad. Al llegar al lugar tope, en el que siempre rodaba hacia el piso para comenzar eternamente de nuevo, exactamente en ese momento; la roca cayó. Al ver esto, el Rey de Éfira, agradeció el haber elegido el agua a los rayos celestes. Una vez más. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El rescate imposible

  "El modo más seguro para ingresar a una costa desconocida es, y ha sido siempre, el estilo araña" -me lo había repetido una y otra vez-. Puesto que la persona ingresa al abismo con la protección y la seguridad de la tierra firme en la palma de las manos. No importa si las aguas están calmas o turbias. El mundo es una playa desmedida. La turbulencia o la quietud son solo apariencia, lo tenebroso es lo abisal; es el fondo, lo profundo. La gravidez de la espuma en los pies, la arena minúscula sosteniéndote y el sol sobre el ombligo. El modo araña es la forma de entrar al mundo, que es una playa desmedida. Miles de veces me lo dijo. Pero cuando atravesamos los médanos de la mano, y observó la playa desmedida que es el mundo: me soltó y corrió hacia ella, ¡vaya si corrió! Cuando sus pies tocaron el mar comenzó a dar saltos; como queriendo pisar sobre él, caminar sobre él, aunque solo salpicaba al hundirse. Luego se fue perdiendo en el horizonte.  Muy retrasado llegué a la cost

Regalos

  Tomaba un helado en la esquina de la peatonal mientras miraba los transeúntes. Al otro lado, en una vidriera la imagen semejante a La noche estrellada de Van Gogh me produjo tristeza, un desánimo; una especie de olvido donde guardar los ojos . No recuerdo bien el porqué de ello. Si fue: la idea inquietante de soledad con tanta gente alrededor, un viejo recuerdo triste o, sencillamente, la impotente experiencia de apreciar la nimiedad del mundo. De todas formas, retrocedí buscando algo que mitigue mi angustia, intenté pensar en otra cosa. Volví la vista hacia mi mano y aparecieron, turgentes, el helado y el cucurucho. Me quedé en este último que era igual al Ubu Emperador de Ernst. Lo tenía en mis dedos. Me miraba con su ojo profundo y negro, y esa nariz carnación y fina. Su cabello chocolate me rozó una uña y la mojó con su frio sabor a té helado que, de inmediato, probó y limpió mi ansiosa lengua. Después, lo observé como se alejaba de mi boca mientras me volvía a obnubilar con la

La tenacidad y el miedo

Hay un cuadro de una pintora Entrerriana, el cual, como todo buena expresión artística, dice más de lo que muestra. Muchas veces, la captación estética es solo una parte de la obra, y el tono sentimental o abstracto, digamos, se lo debemos a la interpretación de otros condimentos que matizan la obra; que la llevan a exaltarse, a sublimarse, a conmover. La autora es Carmen Hernández, y lo creó así:  Ella paseaba distraída por el monte cuando de pronto vio la imagen de un voraz y famélico gato cimarrón que espera agazapado, estático, sobre la rama de un gran algarrobo. La quietud del animal era tal que permanecía inmutable ante ruido o presencia alguna. A unos pocos centímetros, se encontraba el nido de un pájaro y sus pichones que el felino estaba acechando para alimentarse. Y un poco más allá, un camachuí calmo y sosegado, cuyo pequeño zumbido daba la musicalidad al momento. Y que a su vez, producían la turbación, la espera, e indecisión del gato, ya que el menor exabrupto haría