Hace poco ha muerto, con un siglo largo a sus espaldas, Josep Eduard Almudéver Mateu, el último brigadista internacional.
Josep Eduard era un poeta que iba de guerra en guerra contra los que se echaban la mano a la pistola cuando oían la palabra cultura. Y sabía que tenía que reír con el pueblo y llorar con el pueblo. Mientras que la derecha amiga de la prosódica formal y de las zonas VIP en los conciertos es más amiga de fusilar poetas.
Una maldición añadida de la época es que los educadores
ya no leen poesía. Y entonces, sin escudos ni catapultas, se apodera de ellos
la lógica simplona de los destornilladores.
Se convierten en analfabetos incapaces de cuestionar
otra gramática que la de lo predecible. Ni aceptan otros adjetivos que los
epítetos, que son esos adjetivos que no aportan nada a los sustantivos; como
hielo frío, agua líquida o lealtad perruna.
En algún aniversario, aprovechan y seleccionan algún
poema, casi siempre un fragmento para que moleste menos, de manera que se cite
al rapsoda más para parecer culto que como una señal de que aquellas palabras
dejaron huella en el que la cita.
La educación y la poesía han ido de la mano cuando
la educación y el pueblo han ido de la mano. Pero ahora somos rehenes del
relato. Y el relato es a la poesía; lo que la caja donde guardan las botellas es al vino, que te está esperando. O es la malla de rejilla sin erotismo
alguno que encierra la cascara de las mandarinas.
Los lectores de poesía saben que: las separaciones
son cementerios de besos, que la soledad es como un poeta sin manto muriéndose
de frío, y que donde habita el olvido hay vastos jardines sin aurora, y entonces
solo eres Memoria de la piedra sepultada entre ortigas sobre la cual el
viento escapa a sus insomnios.
Cuando lees poesía la paranoia no puede venir de los
que te dicen las verdades de los niños y de los locos.
Cuando lees poesía las tardes de domingo son menos
amenazantes, y las reuniones ocasionales te convierten en espectador de una película muda, en blanco y negro, con Buster Keaton salvando a la chica mientras
sortea trenes, gendarmes y escaleras.
Pero sobre todo te tomas menos en serio; porque
tienes que levantarte a consultar el diccionario, y sabes que hay que tapar para
enseñar, y en cada línea del poema hay una verdad que no pueden envilecer las
inteligencias ofuscadas, ni la pueden romper los que solo ven tormentos y
amenazas en sus fracasos chiquititos, medidos con termómetros, solo aptos para la
mediocridad.
Porque igual que en el jazz una nota está mal tocada
solo en virtud de la nota que le sigue; la poesía convierte el trabajo en
armonía que vendrá, la vivienda en una ausencia de lluvia, la sinceridad en un
contrato de vida, y la fragilidad en la razón de cuidarnos sin jefes que no
cuiden, ni carceleros iletrados.
No es tan complicado. Cuando los educadores leen
poesía dejan de desconfiar en los amigos. Cuando los educadores leen poesía es porque han llegado a ese
lugar donde la paciencia no se rompe como cuando piensas que estás en un asedio
o te están asediando.
Cuando los educadores leen poesía, el pecho se les
hace de acero y el cristal de los ojos está blindado por caléndula, espliego,
archipiélago, trolebús y precipicio.
Antes del combate los antiguos, se leían poesía e
iban a la guerra o a la asamblea con el antídoto en los oídos y en los
ventrículos. Diluyendo el veneno de los que desprecian las verdades escondidas
y certeras de los versos.
La poesía sirve para aprender que no hay que
confundir eficacia con grandeza; porque no fue eficaz la comuna de parís ni sus
banderas rojas, pero alumbró la posibilidad de que la humanidad mirara más
lejos, más dentro, más humana.
La poesía te abre caminos por los que no te
atreverías, y te dice que puedes lanzarte al agua porque entre las olas hay
barcazas que van a recogerte y llevarte a nuevos puertos, donde no pueden llegar
las flechas ni las cajas de caudales.
Lo digo porque no hay nueva educación sin poesía. Y
los miedos, y ver enemigos donde no los hay, y ese sin vivir de la desconfianza
solo lo cura la humildad tranquila y nada simple de la poesía; que convierte la
simplona rotundidad de los destornilladores en floretes afilados al servicio
del vocabulario.
Y por eso, por respeto a las palabras, vuelve a hacer
la zeta del zorro en la mejilla obesa del Virrey, por la sencilla razón de que
oprime al pueblo y eso va contra los principios esenciales de la poesía.
* Deformación intencionada de un texto de J. C. Monedero.
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