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Regalos

 


Tomaba un helado en la esquina de la peatonal mientras miraba los transeúntes. Al otro lado, en una vidriera la imagen semejante a La noche estrellada de Van Gogh me produjo tristeza, un desánimo; una especie de olvido donde guardar los ojos. No recuerdo bien el porqué de ello. Si fue: la idea inquietante de soledad con tanta gente alrededor, un viejo recuerdo triste o, sencillamente, la impotente experiencia de apreciar la nimiedad del mundo. De todas formas, retrocedí buscando algo que mitigue mi angustia, intenté pensar en otra cosa. Volví la vista hacia mi mano y aparecieron, turgentes, el helado y el cucurucho. Me quedé en este último que era igual al Ubu Emperador de Ernst. Lo tenía en mis dedos. Me miraba con su ojo profundo y negro, y esa nariz carnación y fina. Su cabello chocolate me rozó una uña y la mojó con su frio sabor a té helado que, de inmediato, probó y limpió mi ansiosa lengua. Después, lo observé como se alejaba de mi boca mientras me volvía a obnubilar con la vidriera postimpresionista. Pero de pronto, el cucurucho sacó su mano de Ubu y me bofeteó. Me despabiló, me redimió de mi desencanto. Me dijo: “¡Sal!”, luego del golpe. Este fue tal, que pareció decir mucho más que un simple sal violento. Con su pico en silbido, el cucurucho surrealista, me recordó mi tarea; me trajo de vuelta. Como si con el manotazo me hubiese dicho tajante: “En la próxima esquina está la tienda de regalos, tú destino, hacia allí debes ir. A eso viniste. Basta. No te distraigas”.
Decidí obedecerle, comencé a caminar. Oscurecía levemente, al elevar la vista noté que la panorámica era similar al Atardecer en la calle Karl Johan de Munch. Me moví despacio, realmente tenía que comprar un obsequio. Deslizándome por el desasosiego expresionista pensé en el regalo; ese objeto materialista, su simbología, lo que representa. Lo odié, lo percibí como: inequidad absoluta, como vanagloria obsecuente, como el último rincón del ególatra, la excusa perfecta para generar una obligación en el otro, la exaltación de la hipocresía…
Al fin, en el umbral de la tienda me detuve antes de entrar, estaba confundido, un niño harapiento se acercó y me pidió una moneda, me entristeció aún más, advertí su inocencia. Le di dinero. Y también mi helado, que al alejarse junto al pequeño me saludaba con su mano de Ubu. De a poco me empecé a sentir mejor.
Me terminó convenciendo de ingresar al negocio la cara de la vendedora que era análoga a Cabeza de Lorette con rizos de Matisse. Cuando ingresé, la muchacha de rasgos italianos me hizo olvidar de todo lo anterior, pues, su apariencia agobiada y opaca la suplía con su amabilidad y trato. Había tantos y tan variados regalos que no logré escoger ninguno, nada me satisfizo, nada me terminó de gustar. Al final no compré.
Salí decepcionado y hablando solo. Casi en voz alta dije que toda esa situación era muy cortazariana. Me llevó una cuadra imaginarlo a Don Julito escribiéndola. En eso pensaba cuando divisé del lado que caminaba, a mí anverso, en un cesto de basura de rejas de metal; al Ubu. Roto y desgajado, solitario. En definitiva, como lo estaba yo también. Fui hasta él, toqué con mis manos el borde del gélido basurero. Y ahí, mirándolo entre la mugre, me dije: “A este mundo le sobran regalos y obleas”.                    

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