Los días suceden ser similares y cíclicos. Hoy por ejemplo es viernes, podría ser lunes, o –“Dios me libre”– domingo. Estoy completamente saciado; el arrojo, la despreocupación y la libertad me abordan. Mi cuerpo, el agua, la música… Una pequeña sonrisa tras un verso en un poema de Gelman parece completarme. Pienso en salir: al sol, a la vida, al verde instante… Me siento inmundamente feliz. En la pubertad del tiempo que fácil es, a veces, sentirse bien. Pero: ¿Y el resto? Lo que no tiene que ver con uno: ¿Y los otros? Como no alcanzo a comprender el individualismo; la aflicción vuelve a mí y hace retornar el viejo ciclo de los días.
Tomaba un helado en la esquina de la peatonal mientras miraba los transeúntes. Al otro lado, en una vidriera la imagen semejante a La noche estrellada de Van Gogh me produjo tristeza, un desánimo; una especie de olvido donde guardar los ojos . No recuerdo bien el porqué de ello. Si fue: la idea inquietante de soledad con tanta gente alrededor, un viejo recuerdo triste o, sencillamente, la impotente experiencia de apreciar la nimiedad del mundo. De todas formas, retrocedí buscando algo que mitigue mi angustia, intenté pensar en otra cosa. Volví la vista hacia mi mano y aparecieron, turgentes, el helado y el cucurucho. Me quedé en este último que era igual al Ubu Emperador de Ernst. Lo tenía en mis dedos. Me miraba con su ojo profundo y negro, y esa nariz carnación y fina. Su cabello chocolate me rozó una uña y la mojó con su frio sabor a té helado que, de inmediato, probó y limpió mi ansiosa lengua. Después, lo observé como se alejaba de mi boca mientras me volvía a obnubilar con la